Aunque había escuchado hablar de Hugo Chávez antes, me interesé por conocer más de él desde 1999 cuando leí en El espectador una magistral columna de Gabriel García Márquez titulada “El enigma de los dos Chávez”, en la que hace tal vez el mejor perfil que se haya escrito del presidente venezolano. Confieso que cuando la leí experimenté un instante mágico que me ayudó a borrar y cambiar para siempre la imagen negativa que de él me habían inyectado los medios de comunicación, es decir, la de un dictador déspota y troglodita, por la de un ser humano cordial, honesto, sincero y caribeño.
Hoy cuando
Chávez ha muerto sigo siendo un convencido de sus virtudes y
de la gran enseñanza que dejó al mundo. Lo digo porque un hombre que se atrevió
a pensar de forma distinta, a romper paradigmas e imaginarios colectivos
impuestos por los poderosos es, sencillamente, un gran hombre. Desde luego que
sus detractores están en libertad de cuestionarlo en la forma que mejor les
convenga, pero eso que lo hagan ellos porque quienes lo admiramos sabemos que quien murió fue el
defensor más grande de los pobres del mundo contemporáneo.
Chávez
nos enseñó que el pensamiento humano y ajeno no se debe domesticar en forma
funcional como se pretende en esta sociedad en la que nos ha tocado vivir, en
la que no se pueden sobrepasar sus límites, en donde no se puede siquiera echar
un vistazo ni mirar de reojos más allá de lo que se ha impuesto por encima de
la naturaleza humana. Ese es el concepto que guardo de Chávez, aunque nos
distancie el que él haya sido un católico consecuente y yo un agnóstico
convencido, pero eso es lo de menos.