Ramiro Guzmán Arteaga
En una sociedad como la colombiana la muerte del Joe Arroyo viene a ser, paradójicamente, algo hermoso. Sí, así lo es en un país en el que predomina el espíritu patriarcal, impositivo y revanchista de occidente. La muerte de un artista popular como el Joe nos une y nos hace sentir que estamos “ligados a la humanidad “, por el dolor y por la alegría, y no por el deseo de ejercer control hacia los otros.
Al Joe lo lloró todo el mundo, el trabajador y el empresario, el conocido y el desconocido, pero ante todo el pueblo de carne y hueso. En Barranquilla no dejaron de corear sus canciones, mientras otros, en el resto del país, las tarareábamos involuntariamente. Le cantaron en su sepelio de siete horas, como lo hicieron en el Estadio Metropolitano 48 horas después, durante la inauguración del mundial de futbol sub 20, en medio de una admirable coreografía, brindada a los extranjeros y turistas que no alcanzan a entender cómo es posible que en el mundo haya una ciudad capaz de bailar, cantar y llorar al mismo tiempo.
El mensaje de su muerte es que en Colombia no existe un solo otro sino muchos otros. La muerte del Joe no puede ser analizada según la esfera social en que nos movamos porque él fue de todos y para todos. Eso lo hace grande. En Barranquilla, donde la gente no deja de recargar la imaginación, los taxistas no paraban de tocar sus pitos, y todos sabemos que, cuando esto sucede, es porque el homenaje es merecidamente popular y universal. Joe, a todos nos dolió tu muerte.
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