viernes, 29 de junio de 2012

Un lugar digno para el porro

Ramiro Guzmán Arteaga
Habrá que decir, quizás con un poco de humor, que el Festival del Porro que anoche se inició en San Pelayo es lo más parecido a ese objeto viejo que adorna la casa pero que nadie le ha dado el valor ni encontrado el sitio digno que se merece.

Esta circunstancia se deriva del mismo trato que desde hacen 36 años le han dado los organizadores del festival a los músicos de las bandas participantes.

No será por el empeño que le ponen  los organizadores que los 735 músicos que en promedio llegan todos los años al festival, desde varios rincones del país, no tengan un sitio digno donde dormir, que tengan que hacerlo aguantando lluvia, mosquito y calor en el pretil o rincón de un colegio prestado, que tengan que cocinar ellos mismos sus alimentos; ni  tengan  donde bañarse ni hacer sus necesidades fisiológicas. Y al final solo se le de a cada músico 111mil pesos. Y no será por esa misma gracia que los organizadores no se preocupen por el destino de las obras ganadoras que finalmente quedan rodando en el olvido. O que los músicos tengan que mendigar para grabarlas.

Al lado de todo esto habrán muchas otras cosas que los organizadores no han querido resolver, por lo que habrá que recomendarles, con un poco de humor que se asocie con la desgracia, lo mismo que me dijo un trompetista: “mire compa lo único que queremos por lo pronto es que nos den un lugar digno donde dormir, comer y cagar”, que es lo mínimo que se merece un ser humano.


Se cayeron las vacas sagradas

Ramiro Guzmán Arteaga
Finalmente la naturaleza nos hizo ayer el favor, a los Monterianos y cordobeses, de borrarnos para siempre de la memoria histórica de la ciudad gran parte del esperpento de monumento que inmerecidamente le erigió el alcalde Marco Daniel Pineda García al gremio ganadero de Córdoba.
En horas de la mañana, cuando la mayoría de la ciudad viaja en los buses de servicio urbano o buscaba donde guarecerse,  un torrencial aguacero con vientos huracanados arrancó de cuajo la estructura de latón oxidado que hace parte del monumento a la ganadería ubicado a la entrada de la ciudad.
Es sin duda lo mejor que le ha podido acontecer a Montería, una ciudad donde predomina lo impositivo, patriarcal y feudal, donde los gobernantes borran toda huella histórica y arquitectónica y a cambio le levantan monumentos de reconocimiento justo a quienes menos se lo merecen.
Este, como lo dije en anteriores columnas, no solo era un monumento inmerecido sino feo y caro. Ojala y allí se levante una obra de arte que verdaderamente nos represente; que simbolice nuestra  cultura e  idiosincrasia,  por ejemplo a la biodiversidad, al río Sinú -hoy herido de muerte por la hidroeléctrica de Urrá-,  a María Varilla, al Sombrero Vueltiao, al porro o a Happy Lora. Tengo la sensación que, en medio de esta alegría pública que a muchos nos embarga, no faltaran quienes estén llorando como una plañidera de alquiler por la caída de semejante adefesio.

viernes, 8 de junio de 2012

"El Mejor alcalde"

Ramiro Guzmán Arteaga

El alcalde de Montería Carlos Eduardo Correa es, según el Centro Nacional de Consultoría (CNC) y el noticiero CM&, el mandatario con mejor imagen positiva del país. Alguien debe aclarar qué es eso de “imagen positiva”, porque los medios de comunicación utilizan esa expresión como una herramienta para ganar audiencia, lo cual no dista mucho de la  farándula.  
Para enfrentar estas frágiles consultas de favorabilidad hay que decir que la imagen positiva de un alcalde, entendida esta –ahora sí – como el reconocimiento popular de lo que hace por su comunidad, se mide es por el bienestar de sus habitantes, las necesidades básicas satisfechas, la generación de empleo, la felicidad y la convivencia que suscite entre los ciudadanos. Es esto lo que genera una tabla de valores para hacerse a tan máxima distinción.
Y no creo que el alcalde -ni este ni el anterior- haya hecho algo para superar el alto índice de pobreza, el  desempleo, la inseguridad, la recuperación del espacio publico, que es muchísimo más que construir andenes; ni tampoco que haya hecho de Montería una ciudad rica en convivencia y amor colectivo. Por eso, hacernos creer que Correa es el alcalde con la mejor “imagen positiva”, es una fantasía sin fundamento. Una mentira. No hay que engañar al alcalde. Por demás, él no necesita de estos maquillajes del CNC pues está  sentado  en su gloria desde que nació, lo tiene todo, no necesita nada. El jodido es el ciudadano de a pie.


Mi recuerdo de Raúl

Ramiro Guzmán Arteaga
Nadie que haya conocido al poeta Raúl Gómez Jattin quedó a salvo de compararlo públicamente con un loco. Esa fue la primera impresión que tuve cuando por primera vez lo vi llegar al Zaiza, un restaurante de propiedad de mis padres, ubicado en la calle 32, con carreras segunda y tercera, de Montería.
 Me asusté cuando lo vi entrar con su estatura descomunal, sus ojos  desorbitados, como los de un gavilán, su barba montaraz y su paso de elefante. Parecía querer desafiar y al mismo tiempo abrazar el universo; miró alrededor, saludó a algunos de los clientes que lo identificaron, pidió un bistec que finalmente destrozó con sus propias manos y lo engulló a pedazos. Luego subió una de sus piernas en una silla y, con un ademán de querer tocar una guitarra invisible, empezó a cantar: “Todo pasa y todo queda//  pero lo nuestro es pasar// pasar haciendo caminos//caminos sobre la mar”. Entonces nos habló de Joan Manuel Serrat y de Machado.
Confieso que cuando lo vi, enredado en los vericuetos de su mundo fantástico, también pensé que era loco. De eso hace alrededor de 30 años, la semana pasada el poeta cumplió 15 años de muerto. Hoy sé  que Raúl Gómez Jattin no era un hombre despreciable ni loco, como muchos creíamos. Reconozco que me equivoqué. Raúl es algo más que eso: el último poeta de la Generación Perdida, de los que duermen en cualquier pretil, un Dios de la poesía en el valle del Sinú. Y eso es lo que verdaderamente importa.

José Elías

Ramiro Guzmán Arteaga 

Recibí una llamada de un amigo quien con voz discreta y mesurada me informó de la muerte de José Elías Gomezcasserez, uno de los más grandes visionarios, intelectuales, revolucionarios y académicos que haya tenido Córdoba y el país en la década del 70, cuando el magma popular estaba en plena ebullición mundial.
José Elías era un filántropo, una especie de Pablo Neruda, en el que confluían el alma del poeta y el revolucionario de izquierda, en cuya alma no anidaba el sectarismo ni el odio que caracterizaba a los revolucionarios de la época de la guerra fría. Admirado por los marxistas leninistas, los trotskistas e izquierdistas “mamertos”, pero también –paradójicamente- por la derecha liberal y el conservatismo laureanista.
Perteneciente a una familia de intelectuales, José Elías era un filósofo, un lector incansable que nos dejó a sus amigos un saludo memorable, una frase de encanto: “¿qué estás leyendo?”, nos preguntaba con voz clerical. Visionó ante los radicales del PC (M-L) y sus propios compañeros del MIR, movimiento en el que militaba, que años después pasó a ser el MIR-Patria Libre, que la revolución armada no triunfaría en Colombia. La historia le dio la razón.
José Elías Gomezcasserez murió en Cartagena, en silencio, en el olvido, bohemio, como murió el poeta Raúl Gómez Jattin. Sus compañeros del Colegió Nacional José María Córdoba, llevábamos años sin saber de él, hasta ahora que escuchamos las campanas de su muerte.

Periodistas y conflicto armado

Ramiro Guzmán Arteaga
La captura del periodista francés Roméo Langlois por las Farc abrió el debate sobre si es lícito y ético que los periodistas porten prendas de uso exclusivo de las Fuerzas Militares o de cualquiera de las partes en conflicto. Es una discusión que hay que darla, no como el cumplimiento de una condición para que las Farc liberen al comunicador, ni tampoco para que quienes participamos en el debate seamos considerados subversivos por la contraparte, sino porque es saludable y válido.
De acuerdo al Protocolo de Ginebra, los civiles, incluidos los periodistas, no deben portar prendas ni insignias de ninguna de las partes en conflicto, por cuanto estas son acciones  que afecten negativamente su estado de civiles o periodistas, a punto que se convierten en objetivo militar de la contraparte.
Quienes hemos ido a zonas de alto riesgo en helicóptero de las Fuerzas Militares debemos comprender que, en ese momento, no solo nos convertimos en  objetivo de la guerrilla, sino que comprometemos la independencia y la verdad, razón fundamental de la ética periodística.
Entonces, si bien la captura de Langlois nos lleva a exigir su liberación, también nos debe conducir a reflexionar –con sentido autocrítico- sobre la actitud de los periodistas frente a las fuentes de información llámense Fuerzas Militares o guerrilla.  Y es claro que los periodistas debemos guardar distancia con ambas, lo demás es un acto de irresponsabilidad.