viernes, 8 de junio de 2012

Mi recuerdo de Raúl

Ramiro Guzmán Arteaga
Nadie que haya conocido al poeta Raúl Gómez Jattin quedó a salvo de compararlo públicamente con un loco. Esa fue la primera impresión que tuve cuando por primera vez lo vi llegar al Zaiza, un restaurante de propiedad de mis padres, ubicado en la calle 32, con carreras segunda y tercera, de Montería.
 Me asusté cuando lo vi entrar con su estatura descomunal, sus ojos  desorbitados, como los de un gavilán, su barba montaraz y su paso de elefante. Parecía querer desafiar y al mismo tiempo abrazar el universo; miró alrededor, saludó a algunos de los clientes que lo identificaron, pidió un bistec que finalmente destrozó con sus propias manos y lo engulló a pedazos. Luego subió una de sus piernas en una silla y, con un ademán de querer tocar una guitarra invisible, empezó a cantar: “Todo pasa y todo queda//  pero lo nuestro es pasar// pasar haciendo caminos//caminos sobre la mar”. Entonces nos habló de Joan Manuel Serrat y de Machado.
Confieso que cuando lo vi, enredado en los vericuetos de su mundo fantástico, también pensé que era loco. De eso hace alrededor de 30 años, la semana pasada el poeta cumplió 15 años de muerto. Hoy sé  que Raúl Gómez Jattin no era un hombre despreciable ni loco, como muchos creíamos. Reconozco que me equivoqué. Raúl es algo más que eso: el último poeta de la Generación Perdida, de los que duermen en cualquier pretil, un Dios de la poesía en el valle del Sinú. Y eso es lo que verdaderamente importa.

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