Nadie
que haya conocido al poeta Raúl Gómez Jattin quedó a salvo de compararlo
públicamente con un loco. Esa fue la primera impresión que tuve cuando por
primera vez lo vi llegar al Zaiza, un restaurante de propiedad de mis padres, ubicado
en la calle 32, con carreras segunda y tercera, de Montería.
Me asusté cuando lo vi entrar con su estatura
descomunal, sus ojos desorbitados, como
los de un gavilán, su barba montaraz y su paso de elefante. Parecía querer desafiar
y al mismo tiempo abrazar el universo; miró alrededor, saludó a algunos de los
clientes que lo identificaron, pidió un bistec que finalmente destrozó con sus
propias manos y lo engulló a pedazos. Luego subió una de sus piernas en una
silla y, con un ademán de querer tocar una guitarra invisible, empezó a cantar:
“Todo pasa y todo queda// pero lo nuestro es pasar// pasar haciendo
caminos//caminos sobre la mar”. Entonces nos habló de Joan Manuel Serrat y de
Machado.
Confieso
que cuando lo vi, enredado en los vericuetos de su mundo fantástico, también
pensé que era loco. De eso hace alrededor de 30 años, la semana pasada el poeta
cumplió 15 años de muerto. Hoy sé que
Raúl Gómez Jattin no era un hombre despreciable ni loco, como muchos creíamos.
Reconozco que me equivoqué. Raúl es algo más que eso: el último poeta de la
Generación Perdida, de los que duermen en cualquier pretil, un Dios de la
poesía en el valle del Sinú. Y eso es lo que verdaderamente importa.
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