El drama que viven los deportistas colombianos que obtienen medallas en los
juegos olímpicos de Inglaterra los hace dignos del rodaje de una película al
mejor estilo de Ingmar Bergman. Lo digo porque seria interesante convertir en
obras maestras del cine la sucesión de conflictos y sacrificios que rodean la
vida de los deportistas que han logrado llegar al pódium.
Mientras deportistas de otros países son profesionales en distintas
disciplinas del conocimiento, o estudiantes que disponen de profesores que les
programan sus clases con las prácticas deportivas, los nuestro llegan al deporte acosados por la
pobreza.
Oscar Figueroa, medalla de plata, debió salir desplazado con su mamá de
Zaragoza (Antioquia) hacia Cartago (Valle) en busca de mejor vida; Rigoberto
Urán, medalla de plata, heredó el oficio de vendedor de lotería y chance, luego que asesinaran a su padre en una calle
de Urrao (Antioquia); en Jamundí (Valle del Cauca) Yuri Alvear, medalla de
bronce, iba de casa en casa vendiendo empanadas mientras su mamá se dedicaba a
lavar ropa ajena y su papá a la albañilería.
Si así es y ganan, qué tal si este fuera un país sin violencia y sin tanta
pobreza en donde el deporte no fuera una posibilidad de salir de la miseria
sino lo que debe ser: una ciencia cuya actividad enaltece al cuerpo humano y
genera convivencia y fortalece los sentimientos de unidad hacia la nación. Hoy,
cuando se han colgado las medallas, los deportistas colombianos, hijos de la
miseria y el abandono, merecen el reconocimiento del pueblo del que emergieron.
No están solos, aunque ahora deben sobrevivir a la retórica desmedida de los
elogios del gobierno y los políticos hipócritas.
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