Quienes
estudiamos en el Colegio Nacional José María Córdoba tenemos nuestra propia
historia que contar. La mía puede ser una más de quienes estudiamos en la
década del 70, época en que aún se percibían las réplicas de las grandes
revoluciones populares del siglo XX como las de la URSS, China, Cuba y
Vietnam; en Latinoamérica el emblema del
Che Guevara inspiraba las protestas estudiantiles y la lucha guerrillera; en Chile, Salvador
Allende había intentado establecer un Estado socialista por vía pacífica; la
guerra fría entre los bloques Occidental y Oriental mantenían en vilo la paz
mundial.
En Colombia las protestas estudiantiles y campesinas estaban en
ebullición; en la Universidad Nacional Piero y Mercedes Sosa brindaban
conciertos multitudinarios. En Córdoba; los estudiantes de Montería, Lorica y
Cereté, habían aportado su cuota de sacrificio. En el Conalco estábamos
positivamente influenciados por la ideología revolucionaria que reclamaba una
mayor democratización de la educación y una redistribución de la tierra. “¡Solo
cambiando el sistema cambiará la educación!” y
“¡La tierra es para el que la trabaja!”, eran las consignas. Los del
Conalco éramos hijos de honestos y honrados comerciantes, trabajadores, sastres,
pensionados, pobres pero no empobrecidos. En ese contexto era imposible no ser
orgullosamente revolucionario; por eso, un grupo de estudiantes del Consejo
Estudiantil, fundamos los Centros de
Estudios 12 y 13 de Marzo, en los que leíamos
obras de la literatura clásica, Cervantes, Tolstoy, Dostoievski, José
Martí; obras que cohesionábamos con la dialéctica de Platón y Hegel; La Razón
de Kant; el materialismo histórico y dialéctico de Carl Marx, y que
barnizábamos con la teoría evolucionista
de Darwin y Oparin. Sin duda fue
una época de oro del Conalco, de la cual
muchas cosas nos quedaron, entre ellas, una formación humanística y un
imaginario colectivo a toda prueba.
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