Pocos sabían hasta el pasado miércoles
cuando murió, quién era Augusto Yépez Fernández. Desde ayer muy pocos lectores
de prensa y escuchas de noticieros radiales sabían que ese nombre con sus
apellidos correspondió al de un veterano periodista, cuyo único patrimonio que
nos deja, a sus 85 años, es el de recordarlo caminando y saludando a todo el
que encontraba en su andar cotidiano por el centro de Montería, como si
poseyera el don de estar en todas partes al mismo tiempo, acompañado de su buen
humor.
Como suele ocurrir en estos casos, la
muerte de un periodista veterano solo nos interesa a quienes ya empezamos a
serlo, aunque para las autoridades desde hace tiempo ya hubiera dejado existir.
Quienes hicimos el curso de seguimiento a Yépez Fernández lo recordaremos como
el locutor estrella de La Voz del Sinú, animador de fiestas populares,
corresponsal de prensa, animador de radioteatro y narrador deportivo, mientras sus
contemporáneos evocaran sus animaciones en los teatros Variedades y
Montería, en donde Daniel Santos,
Liberta La Marque, Celia Cruz y la Sonora Matancera le sacaban rebanadas de
música a la Habana.
En fin, Augusto Yépez perteneció a ese admirable
mosaico de periodistas autodidactas que en su época tenían más tiempo para la
imaginación y para soñar que para sobrevivir, el de los periodistas que no
tenían un instrumento distinto que el de su propia inteligencia, su recia
voluntad y su vocación arrasadora, contrario a lo que ocurre hoy día en este
mundo del espectáculo, la frivolidad y lo artificial, donde muchos
principiantes y, otros que no lo son tanto, aspiran a la gloria y a la fama,
puesta en pública subasta por el poder, el mercadeo y la sociedad de consumo.
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