Escribo
esta columna prácticamente a las puertas del fin del mundo y a riesgo de que
algunos de ustedes nunca la lean porque, según la profecía Maya, mañana (hoy) hacia
las dos de la tarde, en momento en que tal vez usted esté leyendo esta columna,
la tierra chocará endemoniadamente con un asteroide errante.
Si
se me hubiera ocurrido publicarla la semana pasada seguro la hubiera dedicado
por completo a despedirme de ustedes, y a agradecerle al colega Roberto Llanos por
haberme permitido este espacio para martillar durante estas 72 semanas sobre la
paciencia de esa respetable señora que es la opinión pública.
Pero
ya ven que en medio de esta
“civilización del espectáculo” y este mundo enloquecido, que mañana (hoy) llega
a su fin ni siquiera tuve tiempo para despedirme de ustedes ni escoger, como
hubiera querido, la forma en que me habrían de enterrar si solo fuera yo quien
muriera, que hubiera sido como siempre he querido, es decir, sin ningún ambiente eclesiástico ni funerario para
no inflarle los bolsillos a los comerciantes de la fe ni a los empresarios de
la muerte, y sin el luto ni el llanto que impone la muerte.
Pero
ya ven que ustedes siguen aquí, como todos los viernes, leyendo esta columna, gracias a que mi abuela Manuela tenía
razón cuando me dijo: “tranquilo mijo que el mundo solo se acaba para el que se
muere”. Y gracias a su profecía también yo puedo hoy, a cambio de despedirme de
ustedes, desearles con toda mi alma una ¡Feliz navidad! Y decirles: ¡Tranquilos! que,
aunque el mundo se acabe hoy, ustedes tienen que ir a trabajar mañana, porque
al fin y al cabo mi abuela tenía razón. Hasta el próximo viernes.
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